Tres veces D10s.-

La primera vez que lo vi, él no estaba en una cancha sino llorando en un palco mientras su selección era eliminada por Rumania del mundial de 1994.

Estaba ahí sentado porque lo habían suspendido.

Yo, con casi 9 años y descubriendo tarde el fútbol, le creí a quienes me dijeron que Diego siempre había sido un argentino soberbio y tramposo por lo que, preso de un maniqueísmo digno de mi edad, rápidamente lo etiqueté como un villano que estaba siendo derrotado.  

Qué poco sabía.

6 años después, las noticias decían que estaba en coma y cerca de la muerte.

Por esas fechas mi hermana Tere me llevó por primera vez a una feria del libro y, principalmente por ser el tema del momento, compré el de Maradona.

Después de leerlo y pasar semanas descargando videos de bajísima calidad para ver cómo es que jugaba, comencé a comprender el mito del “Pelusa”.

Ese tipo capaz de hacer cosas impensables e indescriptibles con el balón que a la vez era profundamente imperfecto en su vida personal y víctima principalmente de sí mismo.

Enemigo de la humildad, la diplomacia, lleno de imprudencias, excesos y necedades, características mismas que paradójicamente le permitieron alcanzar sus momentos más sublimes y mostrar sus aspectos más nobles.  

Si un portero consagrado como Gatti lo describía como un “gordito que sólo anota de tiro libre”, Diego le respondía clavándole 4 goles. Cuando la FIFA programaba los partidos a las 12 del día en la altura de la CDMX, Maradona no se callaba y alzaba la voz para defender a los jugadores sin importarle a quien incomodara. Si lo echaban del Barcelona para mandarlo a un equipo mediocre de Italia como el Napoli, Maradona lo hacía campeón de liga y de UEFA, convirtiéndose en un dios para los napolitanos que todavía en nuestros días venden figuras suyas como si fuesen religiosas.

La guerra de las Malvinas desgarró el corazón de las familias argentinas, pero él, en una cancha de fútbol, primero le hizo a los ingleses un gol con la mano antes de anotar el más bello de todos los tiempos; ninguno de los dos borraba las muertes ni el dolor pero al menos eran caricias sobre la herida, sonrisas entre las ruinas al paso en que se convertía en dios para los argentinos. 

Nunca antes y nunca después una victoria tan pírrica alcanzó para posicionar a un sujeto en un Olimpo. Uno al que, por cierto, sólo él ha accedido pues ningún jugador es para su país lo que Maradona es para los argentinos.

Tristemente, después de alcanzar lo máximo, comenzaría una muy larga decadencia para él.

Diego se devoró a sí mismo ante los ojos y críticas de los moralistas que nunca dejarán de acusarlo de tramposo y vicioso. De quienes le reprochan no ser un ejemplo y le condenan por no ser perfecto.

Pero “El diez” trasciende toda visión maniquea presente en un niño de casi 9 años o en quienes, adictos a su propia virtud, lo señalan desde la superioridad moral.

Hoy entiendo perfectamente que no es un villano ni un dios ni un héroe sino un tipo repleto de defectos que alcanzó lo más alto a pesar de sí mismo.

Ernesto Sábato, inspirado en Blaise Pascal, describía al ser humano como un héroe y un gusano, una porquería y una hermosura, un ser trágicamente dual; la suma de las imperfecciones y de las perfecciones.

Juzgar al Diego de forma distinta sería tan injusto como infantil.

Y aunque seguramente no pasaría la prueba para ser considerado un ejemplo ni mucho menos un dios, fiel a su costumbre, él como quiera se meterá ahí y se quedará para siempre con su tercera y más definitiva deificación.

Hasta siempre, Diego Armando.

Todos los derechos reservados © Adrián Ricardo Flores Lozano. 25 de noviembre de 2020

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